martes, 6 de marzo de 2012

Canela






Cuando tenía 23 años me regalaron una perrita de aguas color chocolate y muy peluda que luego resultó ser una gran compañía para mi madre, que se quedaba sola en casa todo el día mientras los demás salíamos a trabajar.
Desayunaba, almorzaba y merendaba con mi madre. Si mi madre iba a lavar ropa, detrás iba Canela, si regaba los maceteros de los patios ahí estaba Canela, si mi madre tomaba mate en la terraza ahí Canela, si iba a la azotea ahí Canela.
A la hora de la cena, que estábamos todos en casa, ella esperaba su comida y comía en un rincón de la cocina. Pero cuidado, nada de darle una sobra. Ella tenía que comer lo mismo que había en la mesa para nosotros, porque si percibía el olor de nuestra comida y la de ella olía diferente no se la comía.
Cuando estaba en la azotea con mi madre y veía alguna persona pasar por nuestra acera, le ladraba desde que ponía un pie en la primera baldosa hasta que pisaba la última baldosa.
Era muy mansa y juguetona con los niños, pero cuando un adulto se acercaba a mi madre para saludar, ella se enfadaba y le sacaba los dientes.
Mi madre la quería mucho, incluso le hablaba y Canela parecía entenderle.


Octubre de 1974, Canela con 3 meses



Octubre de 1974, Canela con mi boyfriend


Desde mis quince años mi madre estaba enferma del corazón, pero se trataba y lo llevaba lo mejor que podía.
Aunque la enfermedad de mi madre era grave, teníamos otro problema añadido.
Que cuando ella estaba ingresada en el hospital, Canela no quería comer bocado. Ya fuera el manjar de los manjares.
A finales del año 1978 nació mi primer hijo Alejandro, que mi madre y mi padre conocieron pero él no los recuerda porque era un bebé.
En el año 1981 mi madre tuvo una neumonía, y estuvo ingresada. Por supuesto la perrita no quiso comer. Mi madre falleció el 8 de mayo.
Cuando llegué a casa, después del entierro y acompañada por familiares decidí hacer comida para todos. Todos estábamos destrozados animicamente y los últimos días habían sido muy duros.
Y como hacíamos siempre también le dí de comer a Canela, pensando para mis adentros, que no comería porque extrañaba mucho a mi madre.
Pero me sorprendió. Primero me miró a mí, luego a su cuenco y me volvió a mirar. Y con el rabo entre las piernas y los ojitos tristes empezó a comer. Me quedé descolocada, es como si ella supiera que mi madre no volvería.
Diez meses después murió mi padre. Y decidí llevarme a Canela con nosotros, en ese entonces vivía y trabajaba en el barrio de Barracas, en Buenos Aires.
En esa época no existía la costumbre de llevar los perros atados, ni de sacarlos de paseo para que hagan sus cosas, ni recuerdo que hubiera comida exclusiva para perros.
Y nunca nadie le había adiestrado. Siempre había vivido en una casa muy grande con dos patios y azotea, ella iba y venía libre, y para hacer sus cosas subía a la azotea, luego mi madre lo recogía y baldeaba.
Cuando no se sentía bien, solía comer unas hierbas que crecían en los maceteros, era como si ella sola se curara.


Año 1976




Año 1976, mi marido.

Pero cuando la llevé con nosotros a nuestro pequeño piso, tercer piso por escalera, con un niño de jardín y un trabajo de muchas horas, pensé que no se adaptaría, porque yo no tenía tiempo ella.
Pero me volvió a sorprender.
Yo la sacaba a la mañana temprano a una azotea que teníamos para tender la ropa (luego yo limpiaba) llevaba a Ale al jardín de infantes y me iba a trabajar.
Al medio-día recogía a Ale, y salía corriendo a la verdulería de Luis que cerraba y subía las escaleras con mi hijo llorando que quería brazos, donde estaban colgando mis bolsas. Y así todos los días.
Pero cuando llegaba al piso, detrás de la puerta me esperaba Canela desesperada por salir a hacer sus cosas.
En cuando abría la puerta, pegaba un salto y se me tiraba encima. Yo tenía que soltar las bolsas para cogerla. Y tenía que bajar corriendo las escaleras.
Abría el portal y ella se iba a su arbolito.
Cuando estaba en casa y ella quería salir, me buscaba y luego le daba con la patita a la puerta como para abrirla como diciéndome tengo que salir.
Nunca hizo nada dentro de casa. Nunca se le enseñó nada.
Cuando yo tenía un mal día y estaba muy agobiada ella venía me daba con su hocico para hacerse notar y se me quedaba mirándome.
En abril de 1983 nació mi segundo bebé, Laura. Y en las navidades del año 1985 nació mi tercer bebé, Analía.
Canela era el compañero de juegos de mis hijos. Les tenía una paciencia enorme.
Canela era el juguete de peluche, Canela caminando a dos patatas, Canela disfrazada con ropa de bebé, le daba tanta vergüenza que se escondía debajo de la cama hasta que lograba quitárselo.
Canela sujeta por las patas de atrás haciendo la carretilla.
Canela haciendo de pony con una de las niñas encima.
Ya podían estrujarla, tirarle de las orejas, arrancarle el pelo mientras intentaban peinarla.
Fuera lo que fuera, ella siempre lo aceptaba y parecía que le gustaba jugar con los chicos.
En el año 1986, la llevé al veterinario porque la notaba un poco rara. Tenía cáncer de mamas, pregunté si era operable, lo desaconsejaron porque ella ya era mayor y no le iba a alargar la vida.
Hasta le cambió el caracter.
Ya no dejaba que los niños jugaran con ella. Casi no comía.
Yo no sabía que hacer.
Cada semana era peor que la anterior.
El veterinario me dijo de ponerle una inyección, pero me parecía mal. Era como si yo le quitara la vida.
Hasta que dejó de comer. Tenía unas hemorragias muy grandes. Se quedaba escondida debajo de la cama.
Y se puso agresiva con los niños.
El veterinario venía a verla para comprobar como seguía.
El día 30 de septiembre de 1986, ya no dejaba que yo me acercara, hacia casi dos meses que no quería comer, era como si ella quisiera morirse.
Llamé al veterinario, le puso la inyección.
Ella se acostó en el suelo, puso sus patitas delanteras una encima de la otra, levantó la cabeza y me miró. Todavía lloro cuando lo recuerdo.
Siempre tengo presente los días de nacimiento y fallecimiento de mis padres y otros seres queridos.
Pero también siempre me acuerdo del día que murió Canela.
Y juré que jamás tendría otra mascota.
Hasta que llegué a Madrid y eso es otra historia.
Se llama Gilda.



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